Odio mi cerebro. Lo odio
profundamente. Ayer lo odié, lo odié durante dos horas y media, lo que duró la
película que fui a ver al cine. Es esa extraña habilidad que tiene de asociar
recuerdos con olores lo que odié.
Me senté tan cómoda en la
butaca del cine, impaciente y expectante por el comienzo de la película. A los
cinco minutos percibo un olor que hace que se revuelva mi estómago y los
recuerdos comiencen a aflorar en mi mente, desconcentrándome de la película. Por
lo visto una señora apestaba, y digo apestaba porque no era sutil el olor
precisamente, al perfume de mi ex, un perfume que empalaga y prevalece sobre
cualquier olor.
En la época de “todo es happy y 4ever” me encantaba el perfume, cuando lo
olía en otras chicas soñaba con que ella estuviera por ahí y siempre se me
dibujaba una sonrisa bobalicona. Cuando ella estaba ahí, cerraba los ojos e
inspiraba una y otra vez el aroma para que jamás pudiera olvidarlo (creedme, lo
debí de hacer muy bien porque aún hoy y pasado el tiempo no lo he olvidado).
He
de reconocer que no es la primera vez que me pasa pero no es difícil, cuando el
perfume es uno tan usado hay mayor probabilidad de reconocerlo por la calle. Pero lo que odié ayer es que mi cerebro ya
no asocie las canciones, los lugares, cualquier otro elemento que pudiera
recordarme lo vivido. Lo recuerdo, pero no duele ni me aturde, es como cuando ves un spot televisivo de un detergente (puede que te plantees en cambiar el detergente, pero el anuncio ni ta ha impactado emocionalemte, ni lo recordarás con escalofríos recorriendo tu cuerpo)
Ya no recuerdo su voz, ni el color exacto del iris de sus ojos, no recuerdo el sabor de sus labios o el recorrido de la curva de su espalda.
Pero su perfume, su perfume creo que jamás lo
olvidaré. Odio, sí, odio a mi cerebro. Lo odio profundamente.